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Mi Doñana que piso todos los días

Mis Doñana, los Doñana de todos, los que se forjan a base de sensibilidad y roce, los que te dan calor e identidad, tienen como gran enemigo el olvido, el mirarlos sin verlos, la homogeneidad que nos domina y, sobre todo, la peligrosa filosofía del ladrillo, esa que siente indiferencia ante un paisaje de vega y orgasmos ante 50 ladrillos juntos con un poco de cemento en medio. Para vencer a esos enemigos os propongo un ejercicio bien sencillo; mirad el árbol que queráis, descubrid cuándo echa hojas, flores y frutos, sus colores en cada época, sus formas. Encontraos con otros elementos del paisaje; un pájaro que canta, una calle, un rincón, una plaza, un camino, un barranco. Haced esto muchos días Interiorizad las vivencias...

Paco Cáceres

Antonio, son recuerdos de niñez, era un solterón que iba detrás de una mujer bastante mayor y sin belleza exterior alguna. Los mozalbetes le decían; “¡Antonio, si es la más vieja y la más fea!” . Él, con la mayor de las humildades decía; “¡Ea, pero “pal” que no tiene “na” es la Virgen del Carmen!”

Algo similar me pasó en el pueblo que viví de campiña sevillano; allanaron un barranco y puse el grito en el cielo. “¡A ver si te crees que era Doñana!”, me espetó uno riéndose. Tenía razón, carecía de los enormes valores del famoso parque, pero aquel barranco era un rompimiento del llano, era como un símbolo de disidencia entre tanta homogeneidad. Dos pinos, que emergían de la zona baja, amplificaban el sonido del viento al moverse sus copas. En primavera una alfombra de hierba con florecillas de todo tipo crecían atrayendo a los insectos, y éstos a su vez a los pájaros. También se veía tomillo, romero, algún palmito y un par de almendros. Incluso decían que en alguna ocasión habían visto un zorro. Paisaje tan simple y común en otros lugares, era allí algo especial. Yo lo veía a menudo y era bálsamo de mi tristeza y refugio de serenidad. Allí me sentía parte del medio. Aquel barranco era mi Doñana.

Las calles de aquel pueblo no eran famosas como las de Sevilla; eran humildes, pero me atraían. Ya sabía por dónde se levantaba y se ponía el sol en cada época, conocía las sensaciones de mi piel en invierno o en verano, los olores de la primavera, los colores del otoño, dominaba cada esquina, cada rincón. Y todo ello adobado con el paisaje humano; gente asomada a las puertas, niños correteando, los buenos días, las buenas tardes. En el ambiente urbano el ir y venir de la gente da belleza, movilidad y vida al paisaje. Mis zapatos desgastaban las suelas en aquellos asfaltos, mis ojos reconocían aquellas estampas como si de retratos familiares se trataran. Aquel era mi Doñana urbano y yo me sabía parte de él.

Nuestro Doñana está donde vivimos, donde nuestros ojos se abren y se cierran cada día. Su paisaje forma parte de ti y tú lo humanizas cada día junto a los demás. Ese Doñana cercano forja tu alma. Los otros, los de cinco estrellas, los ves alguna vez, pero ya está. ¡Por supuesto que hay que conservarlos! Pero estamos ligados a un territorio concreto y necesitamos vivirlo, interiorizar todos sus elementos, convertirlos en espacio amigo, familiar. Bien lo saben los emigrantes.

Mi Doñana ahora es la Vega de Granada. Me atraen sus colores, las acequias, los cultivos, los caminos, la higuera, el nogal, el caqui, los cortijos, los ríos, los agricultores, los caminantes, sus defensores... Cuando desde la altura la miro con mis ojos torpes, sé que aunque no soy árbol, estoy sujeto a este paisaje, a todo este entorno; pareciera que de mis pies salieran múltiples raicillas que multiplicadas por las hazas me sujetaran de una forma móvil al territorio.

Esa forma de vivir el paisaje tiene ventajas; calma los nervios, da armonía, sosiego, bienestar; pero también rabia, malestar y pena cuando se destruye. Eso sí, respiras un compromiso especial que te incita a defenderlo y mejorarlo.

Este Doñana mío, dicen algunos gobernantes metropolitanos que sólo tiene valor si es rentable económicamente. A mí no me cabe en la cabeza que este paisaje, esta historia, los mil colores, la multitud de olores, de cantos, de biodiversidad, de agua corriendo por ramales e hijuelas, de rincones entrañables, de... A mí no me cabe, digo, que todo eso se pueda traducir exclusivamente a euros. Me recordaba aquella frase que me decía mi madre; “Lo que yo te quiero es imposible valorarlo en pesetas”.

Mis Doñana, los Doñana de todos, los que se forjan a base de sensibilidad y roce, los que te dan calor e identidad, tienen como gran enemigo el olvido, el mirarlos sin verlos, la homogeneidad que nos domina y, sobre todo, la peligrosa filosofía del ladrillo, esa que siente indiferencia ante un paisaje de vega y orgasmos ante 50 ladrillos juntos con un poco de cemento en medio. Para vencer a esos enemigos os propongo un ejercicio bien sencillo; mirad el árbol que queráis, descubrid cuándo echa hojas, flores y frutos, sus colores en cada época, sus formas. Encontraos con otros elementos del paisaje; un pájaro que canta, una calle, un rincón, una plaza, un camino, un barranco. Haced esto muchos días Interiorizad las vivencias, que formen parte de vosotros y vosotros de él. Cuando lo consigáis, habréis descubierto vuestro Doñana y os sentiréis parte de él.

Por Paco Cáceres

El Miércoles 7 de mayo de 2008

Actualizado el 7 de mayo de 2008