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Risas que no se venden

Buscaba una fuente como un desesperado, no acostumbro a llevar agua. Cuando la divisé en una pequeña placita, me abalancé sobre ella, puse la boca debajo y sentí un gran placer al notar el frescor del agua recorriéndome. Así estaba yo, ensimismado, cuando escuché lo que me llamó la atención, unas enormes risotadas francas, sonoras, libres, con música de amistad. Enseguida orienté mi oído y mi vista, mi primer sentido funciona mejor que el segundo, así que caminé por la calle de las risas esparcidas y di con el epicentro de la alegría, una pequeña tienda de comestibles.

Paco Cáceres

Me llamó poderosamente la atención. Circulaba con la bici entre términos municipales de Purchil, Granada y Santa Fe río Genil abajo. Iba solo, respirando el alma del paisaje conformado por alamedas, cantos de ruiseñores, rayos de sol que se colaban entre el ramaje verde y un inmenso y agradecido frescor en medio del silencio. Crucé el río por un vado hasta desembocar en Pedro Ruiz, anejo de Santa Fe que todavía conserva su inmenso sabor a pueblo.

Buscaba una fuente como un desesperado, no acostumbro a llevar agua. Cuando la divisé en una pequeña placita, me abalancé sobre ella, puse la boca debajo y sentí un gran placer al notar el frescor del agua recorriéndome. Así estaba yo, ensimismado, cuando escuché lo que me llamó la atención, unas enormes risotadas francas, sonoras, libres, con música de amistad. Enseguida orienté mi oído y mi vista, mi primer sentido funciona mejor que el segundo, así que caminé por la calle de las risas esparcidas y di con el epicentro de la alegría, una pequeña tienda de comestibles.

Una vez descubierto el escenario tenía que haber entrado para conocer a los protagonistas de aquel acto, pero me volví, mi timidez me impidió franquear la puerta, aunque solo fuera para comprar unos caramelillos. Eso sí, las risotadas resonaban en mis oídos en medio de aquel pueblo casi virgen y de aquellas frondosas alamedas. Puesta de nuevo la bici en marcha volvieron a resonar las risas. Sin duda alguna, aquel paisaje y el episodio mencionado fueron la mejor bienvenida que me pudieran dar, ni la banda de música hubiera hecho mayor efecto.

A partir de ahí le di vueltas a las ruedas de la bici y al coco. En las tiendas de pueblo venden productos, pero no te cobran ni la amistad ni las risas, ni el último chismorreo ni las preguntas sobre la salud y la familia. En esas tiendas hay otro concepto del tiempo, de la clientela, del negocio, de la vida. La memoria, que funciona entre otras cosas por asociaciones, me llevó a otros sitios de venta; las grandes superficies, donde no te cobran la sonrisa porque no te la dan, sino iría en la factura con el IVA incluido, donde hay cientos de clientes individualizados incitados a consumir miles de productos, con la plena libertad para cogerlos. Eso sí, cuando te has dado el festín, una barrera de cajas te demuestra que lo que impera es la libertad del dinero; te dejan libre para después atraparte. Allí no discurre la vida, sí nuestra adicción al consumismo, allí no se va a dialogar, a enterarte de la última noticia del pueblo, a que te cuenten el último chiste o anécdota... ¿Os imagináis que cuando está la cajera cobrándote le cuentes algo de tu vida? Y si eso sucediera, ¿os imagináis a la cajera nerviosa al ver las rostros de los enfadados clientes que están esperando su turno en la cola? No, mejor no imaginarlo.

Las tiendas de pueblo o barrio forman parte del paisaje, las grandes superficies, del negocio. Las primeras pintan mercado, pero con rostro humano, las segundas son el capital puro y duro: mercancía, venta, compra, relación comercial individuo-empresa. Allí compras, pagas y adiós, a secas. La persona no existe, sólo el consumidor. ¿Os imagináis preguntar por el dueño?; “es que quisiera conocerlo”. No lo conocemos, pero dicen que está en París, Londres o Madrid contando los beneficios para ver dónde va a invertir de nuevo. Está analizando con expertos los datos de quiénes compran, edad, gustos, clase social a la que pertenecen, etc., para poderle vender más, para sacarle el dinero que aún no han gastado. Está maquinando con estrategas, sicólogos y otros expertos qué música te ponen, qué colores han de destacar, dónde colocan los productos para que los tengas que ver todos, qué campaña te montan para que tú te creas libre y feliz dejándole hasta el último céntimo de euro.

Sigo por las alamedas, donde el ser humano se encuentra con sí mismo, donde puedes reflexionar sin que te moleste nada ni nadie y a donde tendríamos que ir más a menudo. Allí, entre frescor, cantos y soledad, resuenan las risas en mis oídos. Una pregunta me ronda con fuerza; ¿podríamos humanizar el acto de vender y comprar? ¿tendríamos herramientas para luchar contra el modelo de gran superficie? ¿Es posible cambiar las catedrales del consumo –así las llamaba Saramago- por lugares más humanizados?

Sigo entre alamedas y con las risotadas en mente. Ya dije; alamedas y risotadas fueron la mejor bienvenida que me dieron en Pedro Ruiz... bueno, lo confesaré , hubo otra cosa que tomé como buen recibimiento; a la vuelta había un barecillo que era como la tienda, lugar de amistad y encuentro. En el descubrí, eran finales de mayo, que tenían vinillo mosto. “¿El mosto no “desaparece” allá por marzo o abril?”, le pregunté al que me atendió. “No señor, aquí el vinillo mosto no se va en todo el año”, me dijo muy ufano el tabernero. “Pues bien, cuando pase por aquí tendré que venir a verlo...” Y así lo hago, y mientras doy un sorbito al vinillo miro a la calle de enfrente, donde está la tienda, y resuenan en mis oídos las risotadas. Las risas que no se venden.

Por Paco Cáceres

El Martes 3 de junio de 2008

Actualizado el 3 de junio de 2008