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Cataluña, banderas que nos separaron

Este relato narra el rompimiento de dos hermanos y su encuentro posterior

Las distintas visiones que tienen sobre Cataluña separa totalmente a dos hermanos de procedencia andaluza. Un hecho hace que dos años, seis meses y veintisiete días después se reencuentren y rememoren toda clase de vivencias, sentimientos y profundo amor. Este relato, dice el autor, Paco Cáceres Santiago, nace, por encima de las lecturas políticas, de la tristeza, rabia e impotencia que le genera la situación en Cataluña. Vivida en carne propia a través de familiares que emigraron. Ojalá contribuya entre los que lo lean, dice el autor, a reflexionar sobre los “a por ellos” y el “España nos roba…” “El relato es como una brisa en medio de un huracán, pero bueno mientras lo escribía sentí una profunda paz y el sentimiento de que por encima de las banderas estamos los seres humanos”.

Mi patria, el mundo,

La humanidad, mis paisanos

(de una forma u otra, dicho desde El cantaor El Cabrero al Papa Francisco) Yo añado además

Cuando se descubran nuevos mundos,

Nuevas personas,

Ampliaré mis fronteras,

Incrementaré el número de paisanos,

De hermanos

Dedicado a José Santiago Leiva, primo y amigo del alma, y a Montserrat Ribas Miralles, buena amiga. Los dos viven en Cataluña

Paco Cáceres Santiago

Habíamos acabado los postres. Mi familia charlaba animadamente. Recordaba que junto a la sala en la que comíamos, el restaurante tenía otra contigua con grandes ventanales que daban al profundo valle. Me levanté y me dirigí a ella. No había nadie comiendo, por lo que podría contemplar el paisaje otoñal con cierta intimidad.

Siempre me gustó la luz de la mitad de octubre y primeras semanas de noviembre. Esa luz dorada, suave, que te acaricia. Miré el paisaje y agradecí que hubiera llovido días antes; una atmósfera limpia dejaba ver con toda su nitidez los múltiples colores y formas que se entremezclaban en ese valle mágico. Las sombras del lado norte convivían con los rayos de sol que inundaban el oeste. Sombras y luces formaban un bello equilibrio. Mi espíritu sentía sosiego y paz. Podría estar allí horas y horas. Como cuando mi hermano me llevaba a la cumbre de un pinar que había cerca de nuestra casa y empezaba a contarme historias, si veía un pájaro, aquel era sabio o escondía un secreto, si destacaba un árbol por su altura, era la madre de todos los árboles que ya vivía allí en tiempos inmemoriales, si un árbol tenía sus troncos retorcidos se debía a una lucha titánica contra los vientos para no ser derribado, si el cielo era inmensamente azul, era que estrenaba ropaje… Sus palabras, siempre maravillosas, tuvieron la culpa de que yo fuera un enamorado de la naturaleza y de las alturas, porque solía llevarme a los puntos más altos.

Aquel valle siempre nos atrajo a mi hermano y a mí

Hacía dos años, seis meses y veintisiete días que no nos veíamos

Un pequeño ruido me sacó de mi ensimismamiento. Instintivamente miré hacía el lugar de donde procedía. Mi hermano, no lo había visto cuando entré, estaba en otro ventanal más alejado haciendo el mismo ejercicio que yo; mirar, sentir e imaginar. Me acerqué, pero él no me vio. Su rostro reflejaba sosiego y felicidad. Me coloqué a su lado y extendí el brazo posando mi mano derecha sobre su hombro. “¿Qué? ¿Hay algún pájaro o árbol mágico en el valle…?” Él volvió su mirada y con su brazo izquierdo rodeó mi cintura agarrándose a ella. Nuestros ojos se acariciaron y me dijo; “en este valle todo es mágico. Y este momento también lo es; incluso más mágico que el valle”. Nos fundimos en un sincero y necesitado abrazo.

Hacía dos años, seis meses y veintisiete días que no nos veíamos, que no nos llamábamos, que el uno ignoraba la existencia del otro, y el otro la del uno.

Aquel abrazo era uno de los paisajes humanos que más calor me estaba proporcionando. Y sin separarnos recorrimos nuestra vida desde la niñez. No dijimos ni una palabra, ni un sonido emitimos; nuestros cuerpos y ojos lo decían todo. El silencio creó el más humano de los lenguajes.

En el abrazo volvimos a la niñez

¡Qué tiempos! ¡Tan poco, te daba tanto…! Y hoy, ¡tener tanto te da tan poco…!

Las escenas se superponían. Caminaba por mañanas frías con charcos helados de inviernos gélidos. Mi mano se agarraba fuertemente a la de mi hermano camino de la escuela… Esa imagen de su mano y la mía entrelazadas, el calor rodeado de frío… El sentimiento de seguridad que me daban sus cinco dedos era total. Mi hermano era una prolongación de mi yo, el que me protegía, el que me quería, el que me trataba con una enorme dulzura. Eran mañanas frías llenas de calor humano.

Como calor nos daban las planchas que mi madre calentaba al fuego para envolverlas en trapos y ponerlas al fondo de la cama, entre las sábanas, para calentarnos los pies. Eran esas noches frías que se metían entre las paredes de cartón de las casas de familias pobres. Ese calor en los pies, esa dulzura en que envolvía mi madre su mirada y las palabras que nos susurraba deseándonos buenas noches, eran más poderosas que todos los fríos invernales. Y allí, entre aquellas escenas, siempre estaba presente mi hermano, al otro lado de la cama, porque entre humildes, tener una cama, aunque fuera para dos, ya era de agradecer. Todavía podía sentir, sesenta años después, ese calor de madre y de hermano, compitiendo con el frío. ¡Qué tiempos! ¡Tan poco, te daba tanto…! Y hoy, ¡tener tanto te da tan poco…!

Intentabas orientarte, veías a tu hermano y no necesitabas más respuestas

Con el valle tras los ventanales, nuestro abrazo seguía rememorando vivencias. Uno de los momentos que mejor recuerdo era cuando mi madre hacía buñuelos; la harina esparcida por el hule sobre la mesa, el rodillo extendiendo la masa para formar el buñuelo… Y el momento deseado; cuando salían los primeros y casi sin dejarlos enfriar mi hermano y yo los devorábamos.

En los juegos perdías el norte, pero cuando veía a mi hermano, me orientaba

Y los juegos, siempre presente él. Cuando de niño jugabas perdías el norte no sabías dónde estabas, que hora era ni cómo te llamabas. De pronto despertabas e intentabas orientarte, veías a tu hermano y no necesitabas más respuestas. ¡Todo resuelto! ¡A seguir jugando!

Mi padre también aparecía, cuando nos cogía a ambos de la mano y nos llevaba al campo. Había una fuente en la que bebíamos agua… ¿Cómo se llamaba? Había agricultores que nos daban fruta que comíamos mientras charlaban con mi padre… Esos cielos azules, esos campos verdes, esos caminos que se entrelazaban, las acequias… Y cogidos de la mano de mi padre… Me gustaría escribir alguna vez sobre los sentimientos que genera entrelazar manos.

La maleta de cartón… ¡Se van a Barcelona!

Una noche apareció en el salón, por llamarle de alguna forma a aquella pequeña habitación, una maleta de cartón. Había visto tiempo atrás una similar en la puerta de la casa de los vecinos cuando éstos se despedían de mi madre entre lágrimas. Se marchaban con la maleta en la mano. “¡Se van a Barcelona!”, dijo mi madre. La maleta de aquella noche tenía el mismo fin, guardar las pocas cosas que teníamos y coger a la mañana siguiente el tren con destino a Barcelona. “Ojalá tengamos suerte!”, dijo mi padre, que iba ya con un trabajo asegurado buscado por mi tío, avanzadilla de la emigración familiar.

MI hermano lloraba amargamente. Decía que no se quería ir. Él, mayor que yo, comprendía lo que significaba aquello. Mi madre lo consolaba mientras lo acariciaba. “Pronto volveremos otra Vez. ¡Pronto!”. Eran palabras de consuelo. Ahora cuando revivo la escena me doy cuenta de algo en lo que no había pensado; mi hermano tenía raíces en el pueblo, se sentía del lugar. Yo, sin embargo, me entristecía el llanto de mi hermano, pero en el fondo iba alegre; llevaba todo lo que necesitaba, mis padres y mi hermano. Donde fuera con ellos estaría bien.

Iríamos unos días al pueblo donde nacimos, mi hermano enloqueció de alegría

Tantos años después descubro cosas nuevas, escenas, sentimientos escondidos. En los primeros años mi hermano se quedaba con frecuencia absorto, con la mirada ida y triste. Ahora estoy seguro que, me lo decía el abrazo en el que estábamos fundidos, eran momentos en los que el territorio de nuestra niñez afloraba con intensidad en mi hermano. Raíces, profundas raíces que todavía tenían y daban vida.

Cuando mis padres dijeron que iríamos de visita al pueblo, mi hermano enloqueció de alegría

La primera vez que mis padres, muchos años después, nos dijeron que iríamos unos días al pueblo donde nacimos, mi hermano enloqueció de alegría. Hasta que llegó ese día no paró de sonreír y hablar del viaje.

Allí entre ese paisaje otoñal del valle y el paisaje de nuestra vida, con el abrazo activo, comprendí, ¡torpe de mí que no me había dado cuenta!, la enorme vinculación de mi hermano con sus raíces. A pesar de haber emigrado en su niñez, sus vivencias de niño permanecían intactas y alimentadas con toda clase de lecturas, fotos, cartas y, más recientemente, con todas las imágenes y vídeos que podía coger de internet. En cierta forma seguía viviendo donde nacimos.

Dos formas de ver y estar en el mundo, dos formas de sentir la identidad…

Dos años, seis meses y veintisiete días después vi que aquellos sentimientos profundos que nos unían eran infinitamente más fuertes que las banderas que nos separaban. Mi hermano era una parte de mí que no podía expulsar como lo hice, lo hicimos. Él se sentía catalán, pero español, de Andalucía, de Granada; no podía renunciar nunca a su raíz, extirparla, porque era la que le alimentaba como persona, parte inseparable de su identidad. Yo, que no tuve aquellos sentimientos infantiles con el lugar, sí con él o con mis padres, me sentía catalán, sólo catalán. Yo construí mis vivencias en esta tierra, con mis amistades, con las luchas, con los múltiples lugares que recorrí… Pero, torpe de nosotros, esas ricas vivencias las empobrecimos con nuestras actitudes. Lo que sentíamos lo convertimos en una especie de delito por ambas partes… Dos formas de ver y estar en el mundo, dos formas de sentir la identidad… Bueno. ¿Y qué? ¿Qué más da? ¿No era más fuerte esa identidad conjunta que vivimos los dos que las diferencias que pudiéramos tener en esa cuestión…? ¿Y cómo podía, podíamos, haber estado tan ciegos como para olvidar todo esto que el abrazo nos estaba devolviendo? Fue un acto de memoria. ¡Malditas banderas! ¡Malditos trapos de colores si sólo sirven para romper! ¡Todas…! ¡Malditas barreras que dividen y enfrentan a los seres humanos…!

En aquellas calles... ¡Jugamos tanto!

Aflojamos el abrazo porque a través de él nos dijimos todo lo que teníamos que decirnos. Pero permanecimos con mi mano derecha posada sobre su hombro y su mano izquierda agarrada a mi cintura. Miramos de nuevo el paisaje que había delante de nosotros y él, para salir de forma suave de aquel trance, me señaló allá al fondo y me dijo; “¿Ves aquella rama alta del árbol más alto de la ladera izquierda…? Está extendida porque saluda a los árboles de alrededor… ¡Es la rama más risueña y empática del bosque!”. Yo reí y mi mano apretó su hombro. En ese momento, mi hermano me miró al tiempo que lo miraba yo. Me miró como cuando me llevaba de la mano al colegio, con una enorme dulzura. Y yo lo miré tal como lo miraba entonces, con una enorme devoción y sentimiento de seguridad. Eran dos sonrisas intensas vinculadas, pero por dentro, a mí me caían enormes lagrimones que se deslizaban por todo mi interior. Él, sin embargo, no pudo evitar que dos grandes lágrimas se deslizaran por su mejilla. No pudo retenerlas.

Los sentimientos que nos unían los convertimos en nuestra bandera principal

Nos aceptamos, cada uno podía sentirse del sitio que le dictara su corazón, su mente, sus vivencias, sus ideas, pero por encima de eso teníamos unas vivencias compartidas que nos habían unido como personas, como hermanos, como seres humanos. Un sentimiento que se había roto, pero que habíamos restablecido. Él seguiría haciendo una lectura de la realidad catalana, yo otra. Somos como somos según lo que hemos vivido, nuestra relación con la vida, con las personas y los lugares. Pero eso sí, los sentimientos que nos unían los convertimos en nuestra bandera principal.

Allí nos quedamos mirando el paisaje. A mi hermano siempre le gustaron las alturas, las vistas de pájaro

Allí seguimos viendo el paisaje no sé cuánto tiempo. Agradecí la prudencia de nuestra familia, que en ningún momento se habían acercado a nosotros. Comprendían que aquel tiempo era nuestro, que la reconciliación teníamos que componerla nosotros, que aquella historia debería tener dos personajes, él y yo.

¡Maldita sea…! Tuvo que ser el diagnóstico de enfermedad terminal anunciada a mi hermano el que nos hiciera entrar en razones. ¡Malditas sean las banderas que rompen los vínculos más sentidos y hermosos! ¡Banderas! ¡Todas las banderas concebidas como muros!

Por Veguita de Graná

El Lunes 9 de abril de 2018

Actualizado el 9 de abril de 2018